Cualquiera que se dedique o se haya dedicado a la venta habrá vivido situaciones similares a las que hoy os voy a relatar… o quizá no.
El trabajo de un comercial inmobiliario tiene sus pros y sus contras: entablas relaciones personales que, aunque breves, siempre aportan algo positivo; te mojas (si llueve), pero también puedes disfrutar del buen tiempo entre piso y piso; celebras cada operación exitosa para los clientes porque sus logros son los tuyos… y “pataleas” por cada operación que no da frutos porque tu trabajo de días se esfuma sin rendir cuentas. ¿Qué más puede pasar?
La inquilina fantasma
En una ocasión, unos compañeros del departamento comercial acudieron a una cita para mostrar una de nuestras viviendas en alquiler a una mujer que buscaba piso. Los compañeros subieron al piso y esperaron hasta que llegara la inquilina.
Cuando sonó el timbre, los compañeros se ajustaron las corbatas y echaron un último vistazo a la estancia para asegurarse de que todo estaba dispuesto para que la inquilina valorase el inmueble. Abrieron la puerta para esperar adecuadamente a la invitada y escucharon unos pasos subiendo la escalera… pero la mujer nunca llegó. Imaginaos la incertidumbre de los compañeros que, tras esperar sus buenos 15 minutos, decidieron cerrar la puerta, bajar las persianas y convocar otra visita al piso en cuestión. ¿Fue abducida la inquilina? ¿Hay un agujero negro en aquellas escaleras? Nunca lo sabremos…
El frigorífico extraterrestre
Por más que nos empeñamos en que nuestros pisos en alquiler son los mejores (en eso consiste parte de nuestro trabajo: en que los inmuebles reúnan las condiciones idóneas para que los inquilinos puedan entrar a vivir), en ocasiones nos encontramos con… cómo decirlo… elementos que no nos facilitan en absoluto nuestra labor.
Esta anécdota es de hace algunos años. Acudimos a inspeccionar un piso que nos habían ofrecido para gestionar su alquiler y, cuando accedimos al inmueble quisimos marcharnos inmediatamente. Pero no podíamos. Según avanzábamos por el pasillo hacia la cocina un olor a algo no vivo iba tomando posesión de todos nuestros sentidos. El origen de ese pernicioso aroma estaba en el frigorífico.
Evidentemente, nunca admitimos ese piso como idóneo para vivir. Sea lo que fuere que había en ese frigorífico no era de este mundo. Si por nosotros fuera hubiéramos donado aquella nevera a la ciencia; puede que allí se encontrara el origen de lo que tantos años llevan investigando en el Área 51.
“A mi me avala Internet”
Así de rotundo se mostró un aspirante a inquilino cuando le pregunté: “¿Quién te puede avalar?”. La pregunta tenía su sentido… no creáis. Me presenté en una ocasión a mostrarle un piso a un chico. Dentro de nuestra rutina en busca del inquilino 10 procedí a formularle las típicas preguntas:
—¿Qué tipo de contrato laboral tienes?
—No tengo. ¡Soy inventor!
—¿Tienes una empresa o eres autónomo?
—No. Es que soy inventor.
—(…) ¿Y tienes alguna forma de demostrar tus ingresos?… ¿Un avalista?
—¡Pues claro que tengo avales!
—¿…?
—A mi me avala Internet.
El muchacho en cuestión se dedicaba a la profesión peor pagada del mundo: tumbarse en el sofá y dejar que fluyan las ideas. Ni siquiera a los fundadores de Google les fue tan sencillo montar el negocio, y hasta ellos tuvieron que currárselo mucho para poder decir que vienen “avalados por Internet”. Quizá si nuestro “inventor” se hubiera apellidado Page… o Brin le hubiéramos alquilado el piso.